Hace ya muchos años, en el siglo
pasado, estuve trabajando un verano a la vera del Ebro. Habían construido un
puente en Benifallet y nosotros hacíamos la carretera que unía dicho puente con
Xerta.
Dicha carretera iba paralela al río
y sesgaba todo su paisaje. La cuestión es que me pasé todo aquel verano en su
orilla y él fue un mudo amigo que escucha mis confesiones, entonces yo sólo
tenia un problema, sólo una cosa ocupaba mi mente, bueno, sólo una chica.
Desde entonces observar sus
caudalosas aguas me transmite tranquilidad, me ayuda a pensar.
Años después me tocó también a la
orilla del Ebro hacer la mili, nueve meses que tuve que servir a una patria que
me considera un polaco. Entonces, cuando me volví a encontrar delante de sus
aguas y mientras lo miraba sentí que él también me miraba a mí. Y observaba
extrañado como había cambiado en unos años que para el Ebro es como un suspiro.
Me pregunto ¿Qué sentiré el domingo
cuando vuelva a tocar sus aguas? Sé lo que él verá, me lo imagino, yo mismo me
miro en el espejo y veo a un abuelo de cabello gris decepcionado por la vida.
Seguramente se preguntará qué ha
pasado en veinte años para que aquel niño enamorado se haya convertido en lo
que hoy tiene delante. Supongo que han pasado unas cuantas historias de
amor/desamor, que he mirado a la muerte a la cara, he recorrido desiertos y
montañas, que he estado en el paraíso y me echaron por aburrido, luego estuve
en el infierno y también me echaron, esta vez por ser demasiado bueno.
Incluso en mi odisea particular
llegué a la isla de Ogigia donde Calipso me retuvo agasajándome con cariño unos días, que
se convirtieron en años. Pero igual que hizo Ulises, ha llegado el momento de
partir rumbo a Itaca, el problema es que no sé que rumbo coger, no sé donde está
mi Itaca ni si hay una Penélope esperándome.