viernes, 24 de agosto de 2012

El Ebro


Hace ya muchos años, en el siglo pasado, estuve trabajando un verano a la vera del Ebro. Habían construido un puente en Benifallet y nosotros hacíamos la carretera que unía dicho puente con Xerta.

Dicha carretera iba paralela al río y sesgaba todo su paisaje. La cuestión es que me pasé todo aquel verano en su orilla y él fue un mudo amigo que escucha mis confesiones, entonces yo sólo tenia un problema, sólo una cosa ocupaba mi mente, bueno, sólo una chica.

Desde entonces observar sus caudalosas aguas me transmite tranquilidad, me ayuda a pensar.

Años después me tocó también a la orilla del Ebro hacer la mili, nueve meses que tuve que servir a una patria que me considera un polaco. Entonces, cuando me volví a encontrar delante de sus aguas y mientras lo miraba sentí que él también me miraba a mí. Y observaba extrañado como había cambiado en unos años que para el Ebro es como un suspiro.

Me pregunto ¿Qué sentiré el domingo cuando vuelva a tocar sus aguas? Sé lo que él verá, me lo imagino, yo mismo me miro en el espejo y veo a un abuelo de cabello gris decepcionado por la vida.

Seguramente se preguntará qué ha pasado en veinte años para que aquel niño enamorado se haya convertido en lo que hoy tiene delante. Supongo que han pasado unas cuantas historias de amor/desamor, que he mirado a la muerte a la cara, he recorrido desiertos y montañas, que he estado en el paraíso y me echaron por aburrido, luego estuve en el infierno y también me echaron, esta vez por ser demasiado bueno.

Incluso en mi odisea particular llegué a la isla de Ogigia donde Calipso me  retuvo agasajándome con cariño unos días, que se convirtieron en años. Pero igual que hizo Ulises, ha llegado el momento de partir rumbo a Itaca, el problema es que no sé que rumbo coger, no sé donde está mi Itaca ni si hay una Penélope esperándome.